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Mientras tanto, en la segunda mitad de la década, el mundo vivía el desenfreno de los roaring twenties, los años locos. Época nacida de la primera post guerra que se extendió hasta los albores de la Gran Depresión ocurrida durante el desastre financiero marcado con la quiebra de la bolsa norteamericana.

Desde los gruesos titulares del diario El Mundo los porteños se enteraban de muchas cosas. De lo que pasaba allá lejos, en Europa y en Asia. Vieron en fotos los funerales de Lenin en la URSS. Leyeron que Mussolini disolvía los sindicatos no fascistas y mandaba a asesinar al líder sociaista Mateotti, que en Gran Bretaña se formaba el primer gabinete laborista que no tardaría en reconocer al gobierno soviético. Y en Alemania Hitler era condenado a un

año de prisión por realizar propaganda subversiva. Entretanto, Miguel Primo de Rivera daba un golpe de estado en España y en China comenzaba una guerra civil.

Algunas de aquellas noticias parecían promisorias, como cuando en 1925 se logró estabilizar la moneda austríaca al cabo de la inflación más descomunal conocida hasta entonces. Pero por sobre todas aquella que con enormes titulares anunciaba la firma del pacto Kellog para abolir definitivamente las guerras… 

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