LETRA Y LÍNEA REVISITADA (1)
Por: Liana Wenner
“Nunca dejaremos la vanguardia.”
Nicolás Espiro
Financiada por Oliverio Girondo (1891-1967) y bajo la dirección de Aldo Pellegrini (1903- 1973), en mayo de 1953 se publicó en Buenos Aires el primer número de la revista Letra y Línea. El cuarto, y último, saldría en julio de 1954.
Si bien no fue el órgano oficial del surrealismo argentino – por entonces ya menos sectario-, tuvo entre sus miembros a varios poetas que actuaron y actuaban en el movimiento. Su director, Aldo Pellegrini, había co-fundado en 1928 “Qué”, la primera revista surrealista argentina. A partir de entonces, un largo camino recorrería en nuestro país aquel movimiento.
Curiosamente, y prácticamente en simultáneo con Francia, el surrealismo en lengua española empezó a escribirse en Buenos Aires durante la década del ´20 del siglo pasado. Las razones que expliquen este fenómeno podrían ser muchas e imprecisas. Lo cierto es que ser un poeta surrealista argentino, a finales de los ´20, no daba prestigio intelectual sino todo lo contrario. Por esta razón, en “Qué” todos los colaboradores firmaron sus textos con seudónimo.
Luego de un paréntesis de alrededor de una década, en 1948 Pellegrini volvió al ruedo con la dirección de “Ciclo”: revista más de
ensayo que de ficción donde paulatinamente el surrealismo argentino iría mostrando una apertura de visión; vaya por ejemplo su segundo número donde aparecieron las colaboraciones de Mario Trejo y del peruano Sebastián Salazar Bondy, dos poetas que no fueron surrealistas declarados. Con esta publicación, el antecedente de Letra y Línea había sido sembrado.
En 1952, dirigida por el poeta surrealista Enrique Molina (1910-1997), se editó el primer número de “A partir de cero”. Su consigna era clara: identificar la poesía con la vida.Si bien el surrealismo francés se alineó, alternada y parcialmente, con el Partido Comunista o el trotskismo, los derroteros criollos del
movimiento fueron otros. Aquí el acento estuvo puesto en la libertad individual del artista, a favor de la imaginación y en contra del poder. David Sussman y Aldo Pellegrini habían fundado la Editorial Argonauta- clausurada en los ´40 durante el gobierno peronista- que tradujo, en la mayoría de los casos por primera vez al español, a poetas simbolistas, malditos y surrealistas.
En efecto, con el lanzamiento de Letra y Línea el viejo mazo surrealista se había cortado para barajar de nuevo. Así, una nueva partida empezaba. Quienes integraron su comité de redacción tenían orígenes diversos: algunos como Enrique Molina, Carlos Latorre, Alberto Vasco y Julio Llinás actuaron desde sus orígenes dentro del surrealismo pleno. Otros, como Mario Trejo (1926-2012), Miguel Brascó (1926) y Alberto Vanasco (1925-1993) habían abrevado también, aunque inorgánicamente, en el invencionismo.
El retorno a América, luego de que se agotara la experiencia europea, fue una marca especialmente característica en los
miembros más jóvenes del comité de redacción de esta revista para quienes la invasión militar estadounidense contra el presidente guatemalteco Jacobo Arbenz será una verdadera experiencia de toma de conciencia generacional tanto en lo político cuanto en lo estético y artístico.
No es un dato más a tener en cuenta que Oliverio Girondo, miembro clave del martínfierrismo, haya sido el financista de Letra y Línea. A su manera y lejos de vender los 25.000 ejemplares de la revista del grupo de Florida, retomó el desenfado de Martín Fierro sólo que en los ´50 –golpe de Uriburu, década infame y siete años de gobierno peronista mediante- la jocosidad burlona de Florida iría tomando un signo más serio, a veces, hasta de desencanto. Cultivó un humor desmitificante, no esteticista. Así, en Letra y Línea, otro será el tono que domine la propia obra y otra la relación con el uso del lenguaje. El diálogo reciente con Miguel Brascó, que se ofrece más adelante al lector, es una prueba de ello.
La generación poética del `50 fue singularmente rica por las contradicciones que la constituyeron: no eran rentistas como los jóvenes del ´20 ni profesionales –salvo algunas excepciones- como los del ´40, no eran peronistas (en muchos casos fueron abiertamente antiperonistas) y militaron en la modernidad más radical que hasta entonces habían conocido las grandes ciudades argentinas. Hicieron su viaje inciático a Europa sin el epigonismo característico de las generaciones que los precedieron y fueron a buscar en el Continente americano algunas respuestas pero también muchas preguntas. La promesa y la decepción del frondizismo (del que varios fueron jóvenes y destacados funcionarios) los marcó. A diferencia de sus pares del ´60, no
cultivaron la estética pop porque no les interesaba su lenguaje. Para decirlo con el clásico binomio de Umberto Eco: fueron apocalípticos, no integrados.
EL DIARIO DE LOS NÚMEROS
Letra y Línea. Dos sustantivos que hacen pensar en la materialidad misma de la palabra impresa: el trabajo del tipógrafo que componía los textos adosando letras de acero que separaba con líneas metálicas para así ir armando las columnas que a su vez formaban las páginas. Por eso no es casual que en la contratapa del número dos apareciera el destacado aviso publicitario de la imprenta López donde la tipografía adquiría la facultad de movimiento incisivo propia de una flecha. No era un taller gráfico más: allí, por ejemplo, se imprimieron la revista Sur, manuales de medicina, tratados de derecho y la primera edición de El Jardín de senderos que se bifurcan.
La imprenta: ¿existe acaso un oficio más moderno?
Uno (mayo de 1953)
En la tapa, a la izquierda, un retrato de Roberto Arlt.
Debajo, la “Justificación”. Tal el título de este texto-manifiesto que comparte tonos, blancos y aliados con otros que fueron fundantes de nuestra modernidad (más o menos de vanguardia) literaria: “El manifiesto de Martín Fierro” (1924) y el “Prólogo de los Lanzallamas” (1931). Aquí, Letra y Línea exponía su objetivo: ser el “instrumento cultural viviente (…) donde se ensayen las fuerzas creadoras de los nuevos escritores” que, afirmaban, son aquellos inconformistas que no temen equivocarse y a quienes las revistas burguesas no publican. Delimitaba un blanco- ¿conjeturalmente la revista Sur?-: “Las publicaciones que, por su antigüedad y continuidad, deberían ser las responsables de esta tarea (en los párrafos anteriores señalaban la falta de una crítica independiente y comprometida con la difusión del arte contemporáneo) han demostrado una inepcia total. Cuando la crítica no rinde excesivo tributo a la amistad, premia la obsecuencia y la adulonería, defiende los intereses de camarillas sin calidad o simplemente no dice nada por envidia o indiferencia”. Y señalaba su objetivo: “mantener la continuidad cultural que se produce por la sucesión de generaciones, a menudo opuestas entre sí”, poniendo el énfasis en la difusión de autores nuevos y genuinamente contemporáneos.
Las publicidades de Sudamericana, Nova y Emecé, las editoriales argentinas más importantes de entonces, anunciaban sus novedades. Y los avisos de las galerías de arte de la zona de Plaza San Martín indicaban qué artistas, mayoritariamente abstractos, exponían en sus salas.
Luego, Juan Carlos Onetti (1909-1994) criticando la, por entonces, última novela de Graham Greene, bajo el inquietante título “El fin de la aventura y el principio de la popularidad”…En la misma línea escribía Osvaldo Svanascini, poeta y secretario de redacción,
una revalorización de la obra de Vicente Huidobro (en quien los invencionistas de la revista Arturo reconocieron la paternidad de su movimiento) al que había conocido durante los días que pasó por Buenos Aires. Otro destacado: “Luto para el jazz”, un brevísimo artículo con firma de Miguel Brascó que permite ponerle fecha a este primer número. Era el obituario por la muerte del guitarrista Django Reinhart que, según acotaba, había pasado desapercibido para los grandes medios argentinos.
Dos (noviembre de 1953)
De nuevo Onetti, ahora con el adelanto de una novela suya: “Resurrección de Díaz Grey”.
Mario Trejo escribía una elogiosa crítica de los Cuadernos de Poesía Buenos Aires, grupo al que no perteneció y con el que mantenía muchas diferencias.En la contratapa, hay un artículo muy breve con el que se cierra la revista. Informaba la muerte tan prematura como inesperada del poeta Dylan Thomas (1914-1953), “en cuya poesía habían influido el marxismo, la experiencia surrealista y las ásperas tierras de Gales (…) Letra y Línea dedicará su próximo número a la memoria de este gran poeta de nuestro tiempo”. Así, Letra y Línea se hacía mandataria de una función claramente explicitada en la Justificación del número uno: “(…) la información
cultural, una perspectiva sobre todo lo que se desarrolla contemporáneamente en el mundo del arte. Aquí también las preferencias han de orientarse hacia lo nuevo, hacia todos aquellos que, muchas veces en soledad y rodeados por la incomprensión, procuran ampliar las perspectivas del universo artístico (…) estos aislados creadores de hoy son frecuentemente los que construyen el futuro cultural y significa vencer el tiempo señalarlos hoy mismo”.
Tres (diciembre de 1953-enero de 1954)
Parecía que los poetas de vanguardia habían decidido morirse todos juntos. Este número llevaba en la tapa una fotografía de Francis Picabia (1879-1953), fallecido antes del cierre de aquella edición.
Luego, abría el número un memorable y extenso texto-declaración de principios estéticos-ensayo de Tomás Maldonado (1922), que sorprende por su contemporaneidad tan radical en sus conceptos pero clásica en su forma, titulado: “Picabia, el gran acreedor” abría el número. Sin concesiones de ninguna especie, el autor escribía que absolutamente todos –él incluido- estaban en deuda con el dadaísta. ¿Quiénes eran todos? Eran las “nuevas formas de la
seducción, de lo festivo, del cine, de la moral artística, de la pintura”. Nada más y nada menos.
Según Maldonado, la vida del hombre contemporáneo estaba en deuda con Picabia en quien Letra y Línea reconocía al indagador y al revelador del gesto artístico que se manifiesta en lo raro, lo inesperado, lo diferente, el humor impugnador, el desdén hacia la consagración y los arribistas.
En la página 7, el anunciado artículo dedicado a Dylan Thomas que, desde una pequeña foto, con el cigarrillo en la mano y de pie junto a la barra de un bar miraba hacia la nada. Al fondo, estantes con incontables botellas de destilado
escocés. La concisa y a la vez erudita biografía, seguida de la traducción de algunos poemas, que escribió Mario Trejo da muchas pistas sobre las búsquedas, los cruces y los encuentros de los poetas argentinos del ´50.
Cuatro (julio 1954)
Último número de Letra y Línea.
¿Por qué último? Según Miguel Brascó, por falta de medios para financiarla. En este caso, no parece una razón suficiente.
Hubo algunos cambios en el staff: ingresó, entre otros, Francisco Madariaga –un poeta surrealista confeso-. Brascó y Trejo dejaron el comité de redacción más por razones de orden personal que por discrepancias estéticas con la línea de la revista.
Los destacados:
En “Homenaje a Dadá” con traducciones de artículos de 1953 de Richard Hülsenbeck -escritos con el mismo tono de barricada que su manifiesto dadaísta de Berlín (1918)- y de Tristan Tzara. La genealogía de Letra y Línea -que en el número anterior había rendido un esmeradísimo tributo al también dadaísta Francis Picabia- quedaba explícitamente clara.
“Poemas de Bertolt Brecht” (de quien ya en 1953 se había estrenado “Madre Coraje” en el Teatro Ift de Buenos Aires) que expresaban el extrañamiento ante la ciudad destruida por la guerra, con traducción y comentarios de Miguel Brascó.
Y “Sobre la poesía órfica”: un ensayo sumamente revulsivo del poeta surrealista Juan Antonio Vasco donde criticaba los poemas del libro “Los nombres” de Silvina Ocampo cuyas cualidades serían, según él, el aburrimiento, el anacronismo, la “manía por lo forastero” y escribir mal.
Final artillado
La última página de este número fue escrita con la beligerancia retórica característica de la vanguardia.
La primera columna ironizaba la conversión del Igor Stravinsky al dodecafonismo (que Letra y Línea divulgó desde su primer número) y acometía contra los tonalistas.
La segunda irrumpía contra Poesía Buenos Aires, la obra de cuyos poetas consideraban propia de los textos de enseñanza secundaria.
La última columna se armó con dos artículos que peleaban entre sí: el anónimo (¿editorial?) “Borges y Bioy Casares, paladines de la literatura gelatinosa” y “Miguel Brascó. Otros poemas e Irene”, por Alberto Vanasco.
Mientras que el anónimo cargaba contra “Borges y Cía” cuyo “Dios tutelar y vengador es el chancho”. En la trinchera de enfrente, y cerrando así el número, estaba la crítica de Vanasco que señalaba al libro de Brascó con un atributo definitorio de las vanguardias e importantísimo para la nuestra en particular: la no melancolía.
Tanta determinación apasionada merece que nos acordemos de ella.
(1) En la edición facsimilar de Letra y Línea, ediciones Biblioteca Nacional (Buenos Aires, 2014)